El pleno de la Real Academia Española (RAE) ha decidido 
incorporar el próximo diciembre al Diccionario la palabra 
'posverdad'. Aunque todavía no está decidida la definición exacta, el director de la RAE, 
Darío Villanueva, ha anticipado que la 
posverdad nombra “las informaciones o aseveraciones que no se basan en hechos objetivos, sino que 
apelan a las emociones, creencias o deseos del público”.
 Si finalmente va por ahí la cosa, la institución que supuestamente 
cuida de la salud de nuestra lengua estará haciendo un enorme favor a 
quienes utilizan las palabras como armas de manipulación masiva. Porque 
lo hemos repetido ya muchas veces: 
la posverdad es sencillamente mentira. La 
posverdad
 consiste en manipular los hechos con el objetivo de engañar a la 
ciudadanía utilizando todas las herramientas posibles, que con la 
revolución digital son muchas, tremendamente eficaces y con efectos 
inmediatos en la llamada opinión pública.
Lo que no se nombra no existe. Lo saben muy bien las mujeres, que 
han padecido el sexismo en el lenguaje
 (en todos los idiomas en distinto grado) y lo siguen sufriendo a día de
 hoy por más que hayamos avanzado. Pero también se da el proceso 
inverso: no hay mejor forma de instalar una falsa realidad que ponerle 
nombre a ‘la cosa’. Porque no sólo se logra desvirtuar de ese modo una 
gigantesca manipulación sino que además se traslada la responsabilidad 
de sus efectos a las propias víctimas.
Viene adjudicándose la 
paternidad del concepto al dramaturgo y novelista serbio 
Steve Tesich, quien, en 1992 y en referencia a la primera Guerra del Golfo, denunciaba en un artículo en la revista 
The Nation
 que en Occidente habíamos “decidido libremente que queremos vivir en 
una especie de mundo de la posverdad”, o sea un mundo en el que lo 
importante es que algo parezca cierto aunque no lo sea. Un mundo en el 
que, como apunta el profesor Villanueva, los elementos subjetivos (“las 
emociones, creencias y deseos del público”) pesan tanto o más que los 
hechos objetivos. Hasta el punto de que 
Donald Trump y su macrocirco populista se permiten hablar de “hechos alternativos”,
 que obviamente serán los que desde el poder se decidan, intentando 
demagógicamente conectar con los supuestos deseos de los 
ciudadanos-electores-consumidores.
De este modo se pretende asentar que los principales “culpables” de que se instale la 
posverdad
 no son quienes manipulan la realidad o inventan una paralela sino 
quienes desde sus casas, sus puestos de trabajo, sus coches, sus móviles
 o sus mecedoras 
se “emocionan” viendo, escuchando o leyendo un serial de disparates o infamias, hasta el punto de “desear” que esos disparates o infamias se multipliquen, sin que importe en absoluto su veracidad.
No asistimos a una discusión baladí. 
Incorporar el término posverdad al Diccionario no es como aceptar el término gilipollas
 después de siglos de existencia. No se trata de ocultar el uso de un 
neologismo. Bastaría en todo caso con señalarlo como sinónimo de 
mentira, manipulación, engaño… o como simple eufemismo con el que 
pretenden disfrazarse grandes operaciones dirigidas por poderes 
políticos, económicos o mediáticos con el objetivo de manipular a la 
ciudadanía y condicionar sus decisiones. Es exactamente lo que hizo el 
famoso trío de las Azores (Bush, Blair y Aznar) con el invento de las 
“armas de destrucción masiva” para justificar la invasión de Irak; o lo 
que hicieron el PP y varios medios de la derecha situando a ETA tras los
 atentados del 11-M; o lo que siguen haciendo aquí y en el resto de 
Europa quienes culpan a los inmigrantes de los problemas de empleo o de 
seguridad.
El origen de la crisis de confianza en la política, como en el 
periodismo, es la pérdida de credibilidad. En lugar de abordarla 
reivindicando en uno y otro ámbito valores como la honestidad, el rigor,
 la coherencia, la distinción clara entre hechos y opiniones, el respeto
 a las diferencias… 
lo que se viene intentando es “normalizar” el uso la mentira,
 relativizar su gravedad, diluir sus consecuencias e imponer un discurso
 único en el que caben informaciones falsas sin que ello desgaste a sus 
autores y difusores. Incluso cuando se desmuestra la evidencia del 
engaño, 
lo que importa es sencillamente que haya tenido más audiencia o eco la falsedad que su desmentido:
 “calumnia que algo queda”. (Por cierto, esta expresión no surge con las
 redes sociales, ni siquiera con el periodismo amarillo; proviene de un 
dicho popular en latín y fue utilizada ya en el siglo XVII por Francis 
Bacon).
Mientras esperamos a conocer la opinión de 
ilustres académicos que despachan sus múltiples indignaciones con el resto del mundo desde tribunas privilegiadas (lean 
aquí esta impagable carta de 
Joaquín Reyes a 
Javier Marías),
 conviene recordar que la realidad digital y las nuevas vías de 
comunicación sirven tanto para denunciar las intoxicaciones masivas como
 para propagarlas. Y a una velocidad desconocida hasta ahora. Sólo en la
 última semana y sin salir de España hemos visto circular unas cuantas 
posverdades: la ausencia de Juan Carlos I en la celebración del cuarenta
 aniversario de las primeras elecciones democráticas fue 
“un problema de protocolo”; la amnistía fiscal inconstitucional de 2012 fue decretada “
para evitar el rescate de la economía española”, según el Gobierno; España está “
en cabeza de la lucha contra el cambio climático”, según Rajoy (ver 
aquí los datos reales del informe del Observatorio de la Sostenibilidad); los resultados negativos del grupo Prisa son 
culpa de Hacienda y de “los confidenciales”, en palabras de su presidente (y académico) 
Juan Luis Cebrián… Todo el mundo tiene derecho a vivir en una realidad paralela, pero no a imponérsela a los demás.
Desde 1713 mantiene 
la RAE un lema envidiable para cualquier anuncio de detergente: 
“limpia, fija y da esplendor” (a la Lengua española). Aceptar la palabra 
posverdad,
 justificando además el concepto en “las emociones, creencias o deseos 
del público” más bien contribuye a blanquear una práctica que siempre ha
 existido, que los poderosos siempre han utilizado y que la democracia 
debe intentar contrarrestar. Asimilar la manipulación masiva como un 
nuevo concepto llamado 
posverdad viene a ser una solemne 
posmentira.
    
 
Lctr. (C&P)