DAVID JIMÉNEZ (Notas desde Aquilea)
Viéndose inferior a las potencias occidentales, sin recursos  naturales y estancado en su desarrollo, Japón tomó en 1872 la decisión  que cambiaría su destino y con el tiempo convertiría su sociedad en la  más avanzada del mundo. El Código Fundamental de Educación, aprobado ese  año, fue el principio de una transformación basada en la idea de que la  ciudadanía era el principal recurso de la nación y que su futuro  dependería de su capacidad para prepararla mejor. 
El modelo ha sido  seguido por otros países asiáticos, modernizados en tiempo récord  gracias a apuestas similares. Singapur, que en los años 60 compartía  índices de desarrollo con Kenia, tiene hoy la tercera mayor renta per  cápita del mundo. Taiwán, Corea del Sur y China se han sumado al club de  naciones punteras que invirtieron en educación y han visto cómo sus  sociedades eran transformadas en apenas una generación. 
Por supuesto, también se puede hacer lo contrario: dar la espalda a  la educación, limitar las posibilidades de quienes deberán sacar tu país  adelante y emprender un viaje seguro hacia la decadencia. Es la opción  elegida por España. 
Los escolares españoles comenzarán en pocos días un nuevo curso con  una ley educativa recién aprobada -la séptima en tres décadas- que los  gobiernos autonómicos han decidido aplicar a su antojo y que de todas  formas tiene fecha de caducidad, porque todo el mundo sabe que la  oposición la derogará el día que llegue al poder. 
Arranca así otro año con los profesores de colegios, institutos y  universidades desmoralizados. Escuelas donde la autoridad ha sido  invertida en favor de los alumnos. Modelos de enseñanza anticuados. Y  una cultura educativa que arrincona la excelencia y promueve la  mediocridad, que inevitablemente se extiende después a la empresa o la  política. Un estudiante japonés de secundaria tiene hoy los mismos  conocimientos que un graduado de universidad español, según la OCDE. 
No  tenemos una universidad entre las 100 mejores del mundo. En matemáticas,  ciencias o comprensión lectora, nuestros alumnos están lejos de los  países con los que deberán competir en un mundo globalizado. España es  líder en la Unión Europea en fracaso escolar, con una tasa del 21,9% que  dobla la media comunitaria. 
Todos los defectos de ese bipartidismo que tantos dan prematuramente  por muerto, su falta de sentido de Estado y la nula visión ante  cualquier asunto que no proporcione beneficios electorales, han quedado  plasmados en tres décadas de negligencia educativa, agravada por los  daños adicionales ocasionados por las comunidades autónomas. Los  socialistas tienen mucho más ante lo que responder porque, como  recordaba Vicente Lozano en una reciente columna en  este diario, los estudiantes españoles han vivido bajo sus leyes  educativas 28 de los últimos 30 años. Pero los populares han tenido la  oportunidad de corregir la situación y han optado por lo contrario. 
En un momento de crisis que nunca fue sólo económica, cuando más  falta hacía tomar el camino japonés y poner en marcha nuestro Código  Fundamental de Educación, ese gran plan sin intereses partidistas ni  sectarismos, nuestros líderes han vuelto a fallar a las nuevas  generaciones. 
El Gobierno recortó las partidas de educación al poco de llegar al  poder, impuso a las escuelas una mayor concentración de alumnos por  clase -ahora dice que permitirá este año volver a los ratios de 2012-,  forzó el despido de miles de profesores y dejó a niños sin libros de  texto, porque sus familias no podían pagarlos. Las becas se redujeron.  Y, finalmente, se optó por aprobar sin consenso una ley que ya está  siendo desmontada y que siempre tuvo entre sus objetivos contentar a la  parroquia propia. 
El ministro que con tanta determinación ha fracasado en poner las bases de un nuevo modelo educativo, José Ignacio Wert,  ha sido premiado con un destino dorado en París, junto a su pareja. Es  su mensaje final a los estudiantes: para qué hacer méritos, si al final  tu futuro va a depender del favorcillo del padrino de turno. ¿Puede  haber prueba más contundente de la necesidad de un plan de rescate de la  educación que la incompetencia de dirigentes que no pueden siquiera  llegar a un consenso sobre las normas de convivencia, ciudadanía y moral  que deben enseñarse en las escuelas?
Kido Takayoshi, el ministro de educación del  emperador japonés Mutsuhito y uno de los impulsores de la reforma  educativa japonesa del siglo XIX, explicó la necesidad de su plan  asegurando que sus ciudadanos no eran inferiores a los americanos o los  europeos, salvo en que no disponían de la misma determinación para  educar a su población. Tampoco un estudiante español es más torpe que un  japonés: simplemente tiene la inmensa desventaja de que su educación  académica está en manos de políticos incapaces de entender que es en las  escuelas donde empieza a transformarse un país. Parafraseando a Bill Clinton y su lema sobre la economía, «¡es la educación, estúpidos!».
Lctr. (C&P) 













































