Profesor de Sociología de la Universidad Jaume I de Castellón.
Hitler nunca ganó unas elecciones, o al menos no unas elecciones democráticas desde el “libre juego” burgués, a pesar de la machacona insistencia sobre lo contrario que hace el establishment cuando quiere denigrar, por alusión, el triunfo de alguna opción de izquierdas en un proceso electoral.
Hitler fue aupado políticamente y en enero de 1933 nombrado a dedo canciller por la gran industria y Banca alemana (los Bayer, Basch, Hoechst, Haniel, Siemens, AEG, Krupp, Thyssen, Kirdoff, Schröder, la IG Farben o el Commerzbank, entre otros), utilizando para ello la figura del presidente de la República, Hindenburg. Apenas un mes después el nuevo canciller provocó el incendio del Reichstag y acusó a los comunistas de haberlo hecho para conseguir que se dictara el estado de excepción, a partir del cual desató una fulminante represión contra las organizaciones de los trabajadores, cuyos partidos políticos juntos (KPD -comunistas- y SPD –socialistas-) le habían superado con creces (unos 13 millones de votos contra 11 y medio). Ilegalizó al KPD y prohibió toda la prensa y la propaganda del SPD. Después, el 6 de marzo, convocó unas elecciones y entonces ya sí, claro, las ganó (aun así, por su cuenta, los candidatos de los principales partidos obreros todavía conservaron, juntos, más de 12 millones de votos). En agosto, tras la muerte de Hindenburg, Hitler se autoproclamó Jefe del Estado. Comunistas, socialistas, pacifistas y opositores en general pasarían a ser los primeros inquilinos de los campos de concentración nazi.
No fue el primero en “ganar” elecciones de esa forma, pero su ejemplo parece haber dejado larga huella. De hecho, en los últimos tiempos esto de hacer elecciones en “estado de excepción” se está generalizando ampliamente. O para decirlo de otra forma, la “situación excepcional” se está convirtiendo en el estado normal de celebrar elecciones en el capitalismo degenerativo militarizado el que estamos inmersos.
Vemos sólo algunos ejemplos, entre los cuales hay ciertos puntos calientes de la geografía mundial actual. En Ucrania se convocan elecciones en guerra abierta, por los propios golpistas, y las “gana” el magnate y quizás hombre más rico del país, Poroshenko (¿los trabajadores siempre votan “libremente” a sus propios patronos”?).
En Siria, Assad no se ha cortado tampoco para convocar elecciones en medio de la guerra: gana por goleada. En Egipto el golpista que parece controlar el Ejército, Jalil Al-Sisi, después de convertir al país en un “estado carcelario”, con miles de muertos y detenidos por la represión y el principal partido de la oposición prohibido y perseguido, convoca elecciones y tan contento, también “las gana”. En Honduras, después del golpe de Estado contra un presidente que quería sumarse al ALBA, los mismos golpistas disponen y “ganan” unas elecciones en medio de la tradicional salvaje represión a la población, con muertes, desapariciones y emprisionamientos de los opositores que no ha cesado aun hoy. En Paraguay tres cuartas de lo mismo, aunque siguiendo su propio perfil de aberraciones democráticas. Guatemala tiene una larga experiencia en convocar elecciones en medio de uno de los mayores genocidios indígenas de los tiempos modernos.
En Irak se celebraron elecciones tras una invasión y en plena guerra, como luego en Libia y ahora en Afganistán. Puede preguntársele también a Campoaré en Burkina Faso, tras asesinar a Tomas Sankara con la inestimable ayuda francesa; o al Ejército argelino tras aplastar al partido que fuera más votado en las elecciones, el FIS, con la aquiescencia europea. A casi todas estas “elecciones democráticas” (el largo etcétera no tendría cabida aquí) las reconoce la “comunidad internacional” (es decir, la Casa Blanca y unas cuantas cancillerías de los países ricos), pues son sus déspotas-demócratas los que ganan. Cuando los resultados de aquéllas no casan con sus intereses, se trata sólo de “dictadores” sin reconocimiento democrático.
Del golpe de Estado del 36 al del 14
A veces, sin embargo, se tarda un poco en concatenar el golpe de Estado o la guerra con la “democracia”. Como por ejemplo, en España. Aquí la oligarquía que dio el golpe del 36 y que confiscó para sí hasta hoy el control del Estado, de la economía y los recursos del país, tardó casi 40 años en dejar que la vía electoral “democrática” hiciera su aparición. Tras casi 40 años para asesinar, encarcelar o desterrar a la oposición, eliminar la participación ciudadana y extirpar la cultura política de toda una sociedad, y con el mismo Ejército de la Dictadura vigilando el proceso, se refrendó al Rey impuesto por Franco y se convocaron “elecciones libres”.
Más de 30 años después se nos quiere volver a plantear como “democrática” la sucesión vía sanguínea de la Jefatura del Estado.
La sempiterna oligarquía que preparó la Primera Transición o Juancarlismo, se confabula ahora para realizar una Segunda Transición ante la insostenibilidad del modelo socio-político pactado entonces. En un Estado que, aunque no se reconozca, está en quiebra técnica (el conjunto de la deuda española supera en más de 4 veces el PIB, lo que la hace impagable al darse además un déficit continuo cada año en la balanza de pagos), con cada vez menos de lo que apropiarse dado que el robo de lo público ha sido casi ya del todo perpetrado por la oligarquía y sus secuaces políticos, es cada vez más difícil mantener ese “pacto entre poderosos” (la burguesía catalana y vasca han empezado, por eso, a buscar su propio camino, para preservar su trozo de pastel de la riqueza). Por ello, esta Segunda Transición no podrá tener ya el barniz reformista y demagógico-democrático de la Primera: se enclavará en el viraje represivo que están siguiendo las “democracias occidentales”, ligado a las políticas de empobrecimiento de la población, a la economía política de la desposesión y a la ruina del Estado Social.
Felipe lo sabe, y sabe que su reinado será problemático, duro en todos los sentidos y con una legitimidad muy limitada. Estará asociado a la desigualdad social exponencial, la corrupción y guerra sucia entre las élites y la continuación de la apropiación de lo que quede de lo público por unos pocos.
Enfrentar la democracia del Gran Capital
Hitler (como tantos otros candidatos del Gran Capital), no ganó unas elecciones, pero tuvo que hacer como si las hubiese ganado. Tampoco nunca al Gran Capital le tembló la conciencia para proclamar “democráticas” unas elecciones en las que sus partidos cuentan siempre con todo el aparataje mediático y de poder, con su financiación, clara y oscura, detrás, frente a cualquier opción popular que concurre a la contienda electoral sin apenas medios. En las economías de capitalismo avanzado se hizo pasar por democrático al Bipartido único, cuyas dos caras se han venido alternando en la dirección del Estado.
Las monarquías no han necesitado pasar por ese trámite maquillador. Para la coronación del Felipismo, ¿hasta dónde estará dispuesto a llegar el Gran Capital con las chapuzas jurídicas, la opresión mediática y la cerrazón política para enfrentar una población que en la calle está rechazando este nuevo “golpe” histórico?
Del 36 al 14 la historia se repite, obviamente, como farsa.
Por eso no es suficiente con pedir un referéndum frente a condiciones que no suponen un juego justo. Se trata de levantar un contra-poder social, de ponerse en permanente estado de movilización en pro de un proceso constituyente. Es decir, de constituir una nueva sociedad, donde la democracia no esté secuestrada por el capital.
Lctr. (C&P)
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