Viene de JotDown
Escrito por Fernando Otalquiaga
Queremos elegir. La libertad para escoger es un valor, uno de los faros de Occidente, que se potencia desde la más temprana infancia, ya sea tierna o no, ya sea inocente o no. Quieres hacer el favor de no hacer ruido, hijo, que estoy discutiendo con tu madre y la madre de tu madre, que estoy tratando de salvar una futura vida en familia y son las tantas de la mañana y cualquier noción de equilibrio que pudiera tener la abandoné hace tres horas y siete daiquiris, y ya era menos que precaria por aquel entonces; quieres bajarte de la mesa de cristal, aunque no sea de Bohemia —ni siquiera es de Arija o alrededores— niño, cojones y coño y ya pero eso no se dice, o es que acaso buscas hacerte daño, vamos al parque, a casa de los abuelos, al museo del ferrocarril, vamos a la cárcel o a un orfanato para que veáis de lo que os habéis librado y lo que os podría esperar, y así todo, día tras día, escogiendo qué hacer y qué dejar de hacer, qué llevarse a la boca y qué rechazar, todo porque algún psicólogo loco y austriaco decidió no marcar indeleblemente el futuro de los niños, incluso de los bebés lactantes y los prematuros, y propuso librarlos de la estricta autoridad materna y paterna, y lo escribió en un libro más gordo que las memorias de un ministro de Napoleón, y lo llamaron ciencia. Porque a ver, chaval, quieres hacer el favor o no, o es que quieres que me enfade.
Elijamos, pues, lo que nos plazca. Nos aseguran los gurús de los mercados que cuantas más opciones tenga el consumidor, mejor será para él, y ya tenemos bien aceptadas esa y más chaladuras similares que han salido de la escuela de Chicago y otras fosas abisales, aunque cualquiera que se haya visto enfrentado a un menú chino de ciento cuarenta y siete platos o a la carta de vinos de un restaurante con aspiraciones gourmet las podría refutar sin dificultad. Pero en esas estamos, y ya ni siquiera es necesario imponerle una religión a nadie. La religión organizada está de capa caída, y de entre todas las decisiones que nos bullen en la cabeza como justo castigo por haber abrazado la libertad como bien supremo, la más decisiva, la más importante, aquella cuyas consecuencias, si tomamos la decisión equivocada, solo seremos capaces de revertir experimentando un auténtico Armagedón interior, es la compra de un ordenador personal o cualquier otro de esos dispositivos poseedores de un sistema operativo más complejo que los enlaces neuronales de muchos ganadores del Premio Nobel de Física. Y la decisión equivocada —y malvada— es comprar alguna maldición fabricada por Apple.
Un grupo de neurocientíficos —que más tarde pediría ser citado como «los expertos»— espoleados por la BBC y su programa de televisión titulado Secrets of the Superbrands, un programa del que solo en los días más soleados podemos imaginar sus contenidos sin echar a perder todos los argumentos que teníamos a favor de una televisión pública de calidad, buscó a quien podríamos considerar el ayatolá de los productos Apple. Lo encontró en la figura de Alex Brooks, editor por entonces de la revista World of Apple, alguien que sin rastro de rubor alguno proclamaba que pensaba las veinticuatro horas del día en los productos de la marca de la manzana, lo atrapó sin esfuerzo haciéndole seguir el rastro de un prototipo —falso— de un iPhone 7 repintado en una nueva tonalidad entre magenta y turquesa y atado a una cuerda de nylon de la que tiraba todo un equipo de forzudos bielorrusos hasta llegar de esta guisa, cada una de las partes fingiendo que no había sido vista por la otra, a una nave industrial de las afueras de Brixton. Entonces, una vez reducido y llegando los implicados a la conclusión de que todo podría haberse solucionado de una manera más sencilla, pero que entonces no habría supuesto una experiencia Apple, entre todos introdujeron al editor tarado en un TAC con el objeto de ver qué le pasa por la puta cabeza a un fanático de los cacharros diseñados en Cupertino. Para ello le mostraban productos tecnológicos de la compañía y registraban la gama de colores que representan las reacciones de los distintos hemisferios cerebrales, llegando a la conclusión de que es exactamente la misma que la producida cuando se le muestra, por ejemplo, una imagen de la virgen de Fátima al ministro del Interior de España o una cruz en llamas a los seguidores del Ku Klux Klan. De ahí a demostrar que los usuarios de Apple son acólitos de una secta rara, solo quedaba encontrar un periodista sin escrúpulos y un titular a veintisiete columnas.
Es la libertad de elección la que nos ha conducido, unos pocos años después, al monopolio que tanto temíamos pero que sabíamos inevitable según nos lo indican las leyes del mercado. Una contradicción que solo nos incomoda a los que resistimos al otro lado como adoradores del Satán informático Windows, los que permanecemos fieles al dominador original y Señor Primero. No hay tercera vía. Los sacristanes del Linux, como es sabido, se extinguieron debido a la incapacidad congénita para tener relaciones sexuales tan característica de cualquiera que sepa teclear dos líneas de código. Google hace décadas que se desintegró en una dimensión perdida de Calabi-Yau durante un experimento relacionado con la tecnología de la nube. Y hoy, ante la entrada de una yurta de las montañas más frías e inhóspitas del Kirguistán, una fila uniforme de pastores nómadas espera desde hace horas a que abran las puertas de la Apple Store que por fin lleve a este rincón del mundo, el último que quedaba, la completa magnificencia y vacuidad de una vivencia Apple. Todos lucen fulares de cachemir y sombreros o gorros de una geometría y dimensiones que estarían fuera de lugar incluso en los cafés más abiertos de mente del East Village. Sus barbas están cuidadas y recortadas con una perfección aparentemente descuidada que recuerda a los jardines ingleses más memorables. Han ido un paso más allá. Son conversos. Discuten con pasión el último anuncio de la marca; es un nuevo ejercicio de imaginería zen, filmada en distintas gamas del blanco, algunas imperceptibles para el ojo de cualquier mamífero conocido, en la que un clon del famoso diseñador industrial Jony Ive nos vende la nada. Es la postinformática.
La fila avanza, han corrido las cortinas de acceso. Todos ellos, sean interrogados al respecto o no, se definen como creadores, pues cada año se compran puntualmente el nuevo modelo de MacBook Air, aunque no lo usen jamás salvo para hacer esas cosas que bien podrían solucionar con un vulgar 386 de hace cincuenta años. Muchos operan frenéticamente con sus teléfonos móviles hasta que, apenas unos minutos después, se quedan sin batería y buscan como yonquis desdentados a alguien que les pueda dejar un cargador compatible, ya inencontrable incluso en los bazares judíos del Brooklyn más profundo, aunque saliera al mercado hace apenas medio año. Pasan por delante del tríptico que representa la fundación de la sociedad originaria que formaron, durante apenas una semana, Steve Jobs, Steve Wozniak y el malhadado Ronald Wayne, el Pete Best de la informática —de la religión— que vendió su participación por un plato de lentejas y terminó sus días comerciando con sellos filatélicos en algún lugar de Nevada, siempre rezando a cualquier dios que un Blue Mauritius, o un tres Skilling amarillo sueco, o al menos una serie, aunque fuera incompleta, de la Jenny invertida cayera entre sus manos, para así poder llamar a sus antiguos socios y contarles que son millones en acciones los que tiene ahí estampados.
Pasan por delante, recogen sus paquetes de nada y salen a buscarme. Porque me buscan. Ansían mi botón de inicio, y en cualquier momento darán conmigo y me exhibirán como el monstruo que he sido. Como el terror que les amenazaba en las noches de trabajo con cuelgues inesperados y formateos involuntarios. Como el impuro que los plagaba de malware y otras cosas aún peores. Como un representante de la misma hegemonía que ellos representan, y que en su día asesinaron en el nombre de la libertad para elegir. Miradme todos, porque voy a desaparecer de la faz de la Tierra en el justo momento en que pulsen Ctrl+G y le pongan fin a todo esto, a esta pesadilla de impostura y perfección tecnológica, a este devenir hacia los teclados impolutos y las pantallas de altísima resolución. Miradme bien, recordadme bien, porque soy un Lenovo de 32 bits y yo sí que seré leyenda.
Lctr.(C&P)